Bob Marley, una figura a la que siempre, de alguna manera, le había esquivado, se me presentó hoy en lo más cercano que tuve a una epifanía, en la soledad de este Sábado veraniego. Me sentía frustrado y solo, y aún no recuerdo cómo ni por qué es que terminé escuchando uno de sus discos: fue como si alguien lo hubiera puesto en mis manos, y ni bien comenzó a sonar la primer canción, me sentí mucho mejor.
Bob Marley era una persona con
brillo propio. Un iluminado, y no sólo intelectualmente hablando: él era brillante por su visión sobre el mundo, sobre la vida en sí misma. Era
un profeta en su tierra, y su sermón trascendió las fronteras de su nación. Después
de todo, la nación no era más que un sueño, una ilusión: una utopía. La realidad
era otra, la tierra prometida había quedado lejos, pero el camino seguía ahí. Sigue
ahí para todo aquel que esté dispuesto a transitarlo. El dolor es solo relativo;
Bob Marley mató al sheriff, pero no al ayudante; perdió buenos amigos en el
camino y le pide a su chica que no llore, que no derrame ni una lágrima. Sus pies
son su carruaje y su miedo; coraje. Todo lo que tiene son canciones de
redención: el amor es uno sólo y nunca nos va a dejar solos.
Bonitas palabras
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